Voz: Manuel López Castilleja Música: Mozart Clarinet Concerto in A major Youtube.com En los pueblos, en los caseríos, en los solitarios ranchos que hilan su humo azul en la tarde de los cerros, a todo lo ancho de la tierra venezolana, a la hora en que la vida se aquieta, empiezan a andar en las imaginaciones Tío conejo, Tío tigre, y otros animales parecidos a los hombres. Lo cuentan los peones que regresan de la tarea, lo cuentan las mujeres campesinas, y lo oyen los niños, descalzos, prietos, anhelantes. Todo es sorprendentemente maravilloso y todo se parece a una esperanza. Y pueden repetirlo mil veces, mil tardes, hasta que el cielo se llena de estrellas, sin que les parezca que ya lo saben, que han llegado a saber enteramente todo lo que allí se encierra. Porque lo que allí se encierra se parece a algo que les pertenece tanto como sus vidas. Tío conejo es pequeño, es temeroso, siempre está como agitado de angustia, con el hocico y el bigote trémulos, pero con los grandes ojos avizores llenos de maliciosa inteligencia. Y, naturalmente Tío conejo tiene un conuco. Un conuco no muy bueno. Como cualquier otro. Un pañito de tierra que le han asignado en una ladera de la hacienda. Unas cuantas matas de plátano, un poco de maíz y yuca y un copudo y hondo cotoperiz debajo del cual se amparaba el ranchito. Y una mañana, cuando el sol empezaba a calentar, Tío conejo en lugar de limpiar la siembra y aporcar las matas, en vez de ir a coger una tarea en la hacienda, en vez de irse a la pulpería del pie del monte a jugar bolas y tomar su trago de aguardiente con amargo, se encaminó hacia el pueblo. Algo tramaba, que se le veía en el inquieto brillo de los ojos. Llegó a la puerta de la casa de Tío loro. Desde el zaguán oyó las grandes voces con que dictaba la clase a sus discípulos. -Un real…, un real… Real con erre… con erre… Tío loro era maestro de escuela y poeta. Al oír el llamado de Tío conejo, salió balanceándose sobre sus cortas patas. La alborotada melena verde le cubría los ojos. -Caro amigo… Caro amigo… -digo aleteando con entusiasmo. Tío conejo, con maneras muy taimadas y aparentando que no mentía, le dijo: -Porque aquí vengo, Tío loro, con una gran necesidad. Mi hermano que vive en el pueblo de Mas allá, me ha mandado un recado de que está muy enfermo y me necesita. Y tengo que irme Tío loro y dejar todo. Tengo que dejar mi conuquito. ¡Y tan bueno que está! Tío loro lo miraba con asombro y compasión: -Pero esta mañana me dije: si tengo que irme le dejaré mi conuco a quién lo pueda apreciar. Mi conuco vale como treinta pesos. Y yo se Tío loro que usted ha compuesto unos versos muy bonitos en que dice: Mi felicidad: para el campo, y no para la ciudad. ¿No es así? Ya ve que me acuerdo de lo bueno. Tío loro movió airosamente su melena con orgullo, mientras oía: -Y yo le dije, nada, mi conuco es para Tío Loro. Para él nada más y no por treinta, ni por treinta, ni por veinte, sino por quince pesos. ¿Qué le parece? El poeta no disimulaba el codicioso interés que se le iba despertando: -Quién sabe. Quién sabe. No estaría mal. Por ayudar al bueno de Tío conejo. Para que pueda ir a cuidar a su hermano. Quién sabe. -Nada de quién sabe, Tío loro. Hay muchos que quieren comprarlo y si no les digo que ya se lo vendía a usted tendré que vendérselo a ellos. Eso sí, yo pongo una condición; me da el dinero por adelantado ahora mismo, y usted no irá a recibir el conuco sino dentro de tres días que es cuando me voy y estará lista la cosecha. Tío loro accedió a todo. Sacó sus quince pesos relucientes y los fue poniendo uno a uno en las peludas manos de Tío conejo. Y mientras regresaba a su clase frotándose las verdes plumas, dijo: -Dentro de tres días estoy allá, Tío conejo. Dentro de tres días. Tío conejo salió a la calle, metió el dinero en el fondo de un zurró y en lugar de ir a hacer comprar o de regresarse, se dirigió a la casa de Tía gallina. Era la posada del pueblo. Viajantes y arrieros entraban y salían por la ancha puerta. Siempre había una mula atada al poste y un arreo de burros cabizbajos. Y Tía gallina, acompañada de sus numerosos hijos, con muchas voces y aspavientos, atendía a todos. Siempre estaba caminando, hablando y riendo. En cuanto vio a Tío conejo se le abalanzó aturdiéndolo a saludos y preguntas. -¿Qué buen viento lo trae, Tío conejo? Cuánto gusto. ¿Se queda a almorzar? ¿Va a pasar el día? ¿Quiere un cuarto? ¿Trajo bestia? Cuando pudo Tío conejo le dijo: -Vengo a tratarle de un negocito. De los que a usted le gustan. Tengo que vender mi conuco. Quiero que usted me lo compre. Y bien barato. El comprador que tengo no me conviene. Me ofrece veinticinco pesos. Pero es Tío zorro. Tía gallina salió de la impresión. -¿Para qué quiere ese bicho, Dios me ampare, comprar un conuco? Para algo malo. Tío conejo, no se lo venda por vida suya. No podríamos vivir seguros. Tío conejo ...