Literatura

By: Manuel López
  • Summary

  • Podcast que no aparece en la radio en el que subo los poemas, los relatos y los libros que me gustan.
    © 2025 Manuel López
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Episodes
  • Gabriel García Márquez: Amargura para tres sonámbulos
    Mar 3 2025
    Voz: Manuel López Castilleja Música: Claude Debussy_Clair de Lune Youtube.com Ahora la teníamos allí, abandonada en un rincón de la casa. Alguien nos dijo, antes de que trajéramos sus cosas —su ropa olorosa a madera reciente, sus zapatos sin peso para el barro— que no podía acostumbrarse a aquella vida lenta, sin sabores dulces, sin otro atractivo que esa dura soledad de cal y canto, siempre apretada a sus espaldas. Alguien nos dijo —y había pasado mucho tiempo antes de que lo recordáramos— que ella también había tenido una infancia. Quizás no lo creímos, entonces. Pero ahora, viéndola sentada en el rincón, con los ojos asombrados, y un dedo puesto sobre los labios, tal vez aceptábamos que una vez tuvo una infancia, que alguna vez tuvo el tacto sensible a la frescura anticipada de la lluvia, y que soportó siempre de perfil a su cuerpo, una sombra inesperada. Todo eso —y mucho más— lo habíamos creído aquella tarde en que nos dimos cuenta de que, por encima de su submundo tremendo, era completamente humana. Lo supimos, cuando de pronto, como si adentro se hubiera roto un cristal, empezó a dar gritos angustiados; empezó a llamarnos a cada uno por su nombre, hablando entre lágrimas hasta cuando nos sentamos junto a ella, nos pusimos a cantar y a batir palmas, como si nuestra gritería pudiera soldar los cristales esparcidos. Sólo entonces pudimos creer que alguna vez tuvo una infancia. Fue como si sus gritos se parecieran en algo a una revelación; como si tuvieran mucho de árbol recordado y río profundo, cuando se incorporó, se inclinó un poco hacia adelante, y todavía sin cubrirse la cara con el delantal, todavía sin sonarse la nariz y todavía con lágrimas, nos dijo: “No volveré a sonreír”. Salimos al patio, los tres, sin hablar, acaso creíamos llevar pensamientos comunes. Tal vez pensamos que no sería lo mejor encender las luces de la casa. Ella deseaba estar sola —quizás—, sentada en el rincón sombrío, tejiéndose la trenza final, que parecía ser lo único que sobreviviría de su tránsito hacia la bestia. Afuera, en el patio, sumergidos en el profundo vaho de los insectos, nos sentamos a pensar en ella. Lo habíamos hecho otras veces. Podíamos haber dicho que estábamos haciendo lo que habíamos hecho todos los días de nuestras vidas. Sin embargo, aquella noche era distinto; ella había dicho que no volvería a sonreír, y nosotros que tanto la conocíamos, teníamos la certidumbre de que la pesadilla se había vuelto verdad. Sentados en un triángulo la imaginábamos allá adentro, abstracta, incapacitada, hasta para escuchar los innumerables relojes que medían el ritmo, marcado y minucioso, en que se iba convirtiendo en polvo: “Si por lo menos tuviéramos valor para desear su muerte”, pensábamos a coro. Pero la queríamos así, fea y glacial como una mezquina contribución a nuestros ocultos defectos. Éramos adultos desde antes, desde mucho tiempo atrás. Ella era, sin embargo, la mayor de la casa. Esa misma noche habría podido estar allí, sentada con nosotros, sintiendo el templado pulso de las estrellas, rodeada de hijos sanos. Habría sido la señora respetable de la casa si hubiera sido la esposa de un buen burgués o concubina de un hombre puntual. Pero se acostumbró a vivir en una sola dimensión, como la línea recta, acaso porque sus vicios o sus virtudes no pudieran conocerse de perfil. Desde varios años atrás ya lo sabíamos todo. Ni siquiera nos sorprendimos una mañana, después de levantados, cuando la encontramos boca abajo en el patio, mordiendo la tierra en una dura actitud estática. Entonces sonrió, volvió a mirarnos, que había caído desde la ventana del segundo piso hasta la dura arcilla del patio y había quedado allí, tiesa y concreta, de bruces al barro húmedo. Pero después supimos que lo único que conservaba intacto era el miedo a las distancias, el natural espanto frente al vacío. La levantamos por los hombros. No estaba dura como nos pareció al principio. Al contrario, tenía los órganos sueltos, desasidos de la voluntad, como un muerto tibio que no hubiera empezado a endurecerse. Tenía los ojos abiertos, sucia la boca de esa tierra que debía saberle ya a sedimento sepulcral, cuando la pusimos de cara al sol y fue como si la hubiéramos puesto frente a un espejo. Nos miró a todos con una apagada expresión sin sexo, que nos dio —teniéndola ya entre mis brazos— la medida de su ausencia. Alguien nos dijo que estaba muerta; y se quedó después sonriendo con esa sonrisa fría y quieta que tenía durante las noches cuando transitaba despierta por la casa. Dijo que no sabía cómo llegó hasta el patio. Dijo que había sentido mucho calor, que estuvo oyendo un grillo penetrante, agudo, que parecía (así lo dijo) dispuesto a tumbar la pared de su cuarto, y que ella se había puesto a recordar las oraciones del domingo, con la mejilla apretada al piso de cemento. Sabíamos, sin embargo, ...
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    11 mins
  • José Emilio Pacheco: La sangre de Medusa
    Feb 26 2025
    Voz: Manuel López Castilleja Música: Chopin Spring Waltz Mariage d'Amour Youtube.com … la espada sin honor, perdido todo lo que gané, menos el gesto huraño. Gilberto Owen Cuando Perseo despierta sus primeras miradas nunca son para Andrómeda. Sale al jardín, se lava el rostro en la fuente de mármol y observa desde la terraza la ciudad de Micenas. Se sabe amo absoluto, semidiós respetado. Sin embargo, lo habitan la tristeza y el recuerdo de sus viejas hazañas. Tendido bajo un árbol, contempla el vientre que se alza cada día más entre su túnica y espera, cabizbajo, el llamado de Andrómeda. Fermín Morales apagó el cigarro antes de entrar en la vecindad. A su esposa le molestaba verlo fumar y él quería ahorrarse una nueva disputa. Cruzó el zaguán húmedo y subió por la escalera desgastada. Al entrar en su cuarto vio a Isabel: cubierta por una bata de franela, hojeaba en la cama Confidencias, La Familia y Sucesos para Todos. Los rizos artificiales le recordaron a Fermín un nudo de serpientes que de niño había observado en una feria en Nonoalco. Perseo ya no visita sus caballerizas. Le entristece ver a Pegaso, anciano, ciego, con las alas marchitas, ruina de aquel hijo del viento que nació de la sangre de Medusa. Hoy la cabeza de la Gorgona y su cabellera de serpientes adornan el escudo de Atenea. Pero Medusa venga su derrota. Pegaso ya no es el mismo que tantas veces se reflejó desde los cielos sobre el Mediterráneo, ni el que avisó a Perseo que una Hespéride lo había descubierto cuando cortaba las manzanas de oro en el jardín prohibido. Al ver a su caballo alado el rey de Micenas no puede evitar que lo llenen la melancolía y la sensación de que su paso por la tierra ya se acerca al final. Tiempo atrás el Oráculo de Delfos vaticinó a Acrisio, rey de Argos, que moriría a manos de su nieto. Para impedirlo encerró a Dánae en una cámara subterránea de bronce, con sólo una abertura que dejaba pasar el aire y la luz. Dánae era la única hija de Acrisio y la mujer más bella del reino. Zeus, convertido en lluvia de oro, logró violar la cárcel inexpugnable y engendró a Perseo en el vientre de Dánae. Nueve meses después Acrisio no se atrevió a matarlos por temor a las Furias que persiguen a quienes derraman su propia sangre. Metió en un cofre a la madre y al hijo y los echó al mar. Las olas llevaron su carga a la isla de Sérifos. Polidecto recibió en su corte a Dánae y al niño que llevaba en los brazos. Perseo llegó a la adolescencia. Polidecto quiso alejarlo para quedarse con Dánae. Le dio el encargo de ir a la isla de las Gorgonas, que estaba en Occidente, cerca del Gran Océano, y traerle la cabeza de Medusa. Así, Polidecto condenaba a muerte a Perseo: nadie en el mundo podía sobrevivir a la Gorgona que con sólo mirarlos petrificaba a los vivos. No obstante, como hijo de Zeus, Perseo era un semidiós y merecía la ayuda del Olimpo. Cubierto por el escudo de Atenea, defendido por la espada de Hermes y el casco de Hades, Perseo entró en la cueva de las Gorgonas. Para no verla de frente y transformarse en piedra bajo su mirada, se guio por la imagen de Medusa reflejada en el escudo. Se acercó a ella y la decapitó de un solo tajo. Un caballo alado brotó de su sangre. El héroe montó en Pegaso y fue a Sérifos para liberar a su madre. Petrificó a Polidecto y a sus cortesanos al mostrarles la cabeza muerta de la Gorgona. En vez de asumir el trono Perseo dio el reino de la isla a su amigo Lidys, el pescador que había rescatado el cofre en la playa. Dánae le pidió reconciliarse con su abuelo. Perseo se trasladó a Argos, derrocó al usurpador Preto y devolvió el poder a Acrisio. A pesar de todo, el Oráculo de Belfos era infalible. La profecía se cumplió: durante los juegos que celebraron la victoria Perseo lanzó un disco de metal y sin proponérselo dio muerte a Acrisio. No quiso permanecer en la ciudad manchada de sangre y decidió fundar Micenas. Isabel tenía cincuenta y cinco años cuando conoció a Fermín que apenas iba a cumplir veinte. Ambos trabajaban en el Ministerio de Comunicaciones. Fermín era muy tímido y nunca se había acercado a ninguna mujer. A los seis meses se casaron. Él se empleó como chofer particular y ella dejó la oficina. Desde entonces habitaron en la vecindad de las calles de Uruguay. Su existencia se transformó en una interminable reyerta. Perseo recorre sus dominios. Observa la Puerta de los Leones, las murallas ciclópeas, piedras invulnerables erguidas para cercar el sitio en que poco a poco va muriendo el rey de Micenas. Camina bajo el sol recién nacido y observa su sombra ya encorvada. Su padre Zeus no lo preservó del tiempo. Cronos, su abuelo, lentamente lo devora como si en Perseo se vengara de Zeus por haberlo desterrado del Olimpo. El viento asedia la ciudad amurallada. Desde la terraza Andrómeda observa a Perseo y también siente que la historia del héroe ha llegado a su fin. Isabel opinaba que en ...
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    10 mins
  • Rubén Darío: Naturaleza muerta
    Feb 24 2025
    Voz: Manuel López Castilleja Música: Tárrega_Rosita Youtube.com He visto ayer por una ventana un tiesto lleno de lilas y de rosas pálidas, sobre un trípode. Por fondo tenía uno de esos cortinajes amarillos y opulentos que hacen pensar en los mantos de los príncipes orientales. Las lilas recién cortadas resaltan con su lindo color apacible, junto a los pétalos esponjados de las rosas té. Junto al tiesto, en una copa de laca ornada con ibis de oro incrustados, incitaban a la gula manzanas frescas, medio coloradas, con la pelusilla de la fruta nueva y la sabrosa carne hinchada que toca el deseo; peras doradas y apetitosas, que daban indicios de ser todas jugo y como esperando el cuchillo de plata que debía rebanar la pulpa almibarada; y un ramillete de uvas negras, hasta con el polvillo ceniciento de los racimos acabados de arrancar de la viña. Acerquéme, vilo de cerca todo. Las lilas y las rosas eran de cera y las peras de mármol pintado, y las uvas de cristal. ¡Naturaleza muerta! (Rubén Darío, Azul..., 1888
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    2 mins

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