• 656. La amiga miseria

  • May 7 2025
  • Duración: 9 m
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    Juan David Betancur Fernandez
    elnarradororal@gmail.com

    En un pequeño pueblo rodeado de colinas secas y campos agrietados por el sol, vivía un matrimonio de campesinos con muchos hijos. Eran tan pobres que apenas tenían qué comer. Su casita, hecha de barro y madera vieja, crujía con cada viento fuerte, y el humo de la chimenea salía como un suspiro cansado.

    La tierra que cultivaban era dura y estéril. Por más que sembraban, nada crecía. La vaca, vieja y flaca, ya no daba leche. Los cerdos, que alguna vez fueron su esperanza, no engordaban ni aunque les dieran de comer tres veces al día. Y como si eso no fuera suficiente, el alcalde del pueblo —un hombre rico, arrogante y de corazón de piedra— no dejaba de atormentarlos.

    Un día les exigía pagar impuestos que no podían costear. Otro día, les quitaba una cabra diciendo que había comido pasto de un campo ajeno. Y como castigo, el campesino tenía que trabajar toda la semana para el dueño de esa tierra, sin recibir ni una moneda a cambio.

    Una noche, mientras todos dormían, el campesino se quedó despierto, mirando el techo agujereado de su casa. Escuchaba el viento colarse por las rendijas y el suave respirar de sus hijos. Con un suspiro profundo, pensó:

    —No puedo seguir así. Esta vida es demasiado dura. Es mejor que nos vayamos a otro lugar. No creo que la miseria se venga con nosotros.

    A la mañana siguiente, sin decir mucho, comenzó a preparar el traslado. Cargó en un viejo carro todo lo que tenían: una olla abollada, una manta con remiendos, un par de sillas cojas y una caja con algunas herramientas. Enganchó a la vaca, que caminaba con lentitud, y justo cuando estaban por partir, una voz aguda y temblorosa salió de la chimenea:

    —¡Espera, campesino! ¡No me dejes aquí!

    El campesino se detuvo en seco. De la chimenea comenzó a salir una figura extraña, como una sombra sin forma, que se arrastraba con dificultad. Tenía dedos largos y huesudos, y su voz era como el crujido de las ramas secas.

    —¿Y tú quién eres? —preguntó el campesino, con los ojos muy abiertos.

    —Soy la Miseria —dijo la figura—. He vivido tantos años contigo que ya te considero parte de mi familia. No me puedes dejar aquí sola. Quiero ir contigo, donde sea que vayas.

    El campesino se rascó la oreja, pensativo.
    «¡Vaya por Dios! Me quiero escapar de la miseria y ahora resulta que quiere venirse conmigo como si fuera una amiga de toda la vida.»

    Pero entonces, se le ocurrió una idea.

    —Está bien —dijo en voz alta—. Puedes venir con nosotros. Pero antes, ¿me ayudas a cargar una tabla pesada que está en el fondo del patio?

    —Claro, claro —respondió la Miseria, arrastrándose hasta el muro donde estaba apoyada una gruesa tabla de encina.

    El campesino tomó un hacha y la clavó en una raja de la tabla.
    —Mira —le dijo—, tú tira del hacha de ese lado, y yo del otro.

    La Miseria, confiada, metió sus dedos largos en la raja. En ese momento, el campesino retiró el hacha con rapidez. ¡Zas! La tabla se cerró de golpe, atrapando los dedos de la Miseria.

    —¡Ay, ay, ay! —gritó la Miseria—. ¡Suéltame! ¡Esto duele!

    Pero el campesino no le hizo caso. Subió al carro, dio un chasquido a la vaca, y se alejó a toda prisa, dejando atrás los lamentos de la Miseria.

    Desde ese día, todo cambió. En medio del camino, encontró una bolsa llena de monedas de oro. Con ese dinero, compró una granja en un país lejano, donde la tierra era fértil, los animales sanos y el cielo siempre azul. En pocos años, se convirtió en el campesino más rico y respetado de la región. Sus hijos crecieron fuertes y felices, y la miseria nunca más volvió a tocar su puerta.

    ¿Y qué pasó con la Miseria?

    Pues bien, poco después de que el campesino

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