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Rugir para existir: la cronología circular de los motores clandestinos en Puerto Rico

De los sand buggies sesenteros a las four tracks de hoy, bajo la lente de Frantz Fanon

El estrépito no es nuevo, sólo cambia de cilindrada. En los años sesenta, los sand buggies improvisaban dunas donde el urbanismo dejaba escombros junto al mar de Isla Verde. En los ochenta, el regateo clandestino convertía la PR-2 en pista de cuarto de milla después de la medianoche. En los noventa aparecieron las crotch-rockets japonesas; hoy, las caravanas de four tracks y Can-Am se cuelan por avenidas y autopistas, desbordando a una policía que llega siempre un segundo tarde. Cada generación estrena vehículo, pero la escena se repite con la precisión de un disco rayado.

Frantz Fanon, en Los condenados de la tierra, sostuvo que la violencia colonial no termina cuando el colono baja el fusil; se instala en la mente del sometido y, con el tiempo, se vuelca contra su propio cuerpo social. La isla se convierte en lo que él llamó la “zona del no-ser”: un espacio donde la ley vigente no confiere dignidad y, por tanto, puede ser negada a toda velocidad. El asfalto boricua es ese territorio simbólico. Quien acelera sin tablilla no sólo desobedece un reglamento vial; orquesta un acto de soberanía efímera en un entorno donde las leyes se perciben ajenas y la representación política, remota.

La velocidad cumple otra función: repone una masculinidad que el orden colonial mantiene en suspenso. Carecemos de ejército propio, de industrias pesadas o rascacielos corporativos que proyecten poder; nos queda la máquina ligera, fácil de modificar, ruidosa y visible. El hombre que cruza Santurce sobre dos o cuatro ruedas sin placa pone su virilidad—negada en la esfera institucional—sobre el lienzo de la calle. El motor se vuelve lengua y el mofle, altavoz.

Esa teatralidad, sin embargo, carga un precio: muertes viales que se concentran en los barrios más pobres, peatones que saltan a un lado para salvarse, ciudadanos que internalizan la idea de que el desorden es consustancial al puertorriqueño. La violencia que Fanon diagnosticó regresa como boomerang: al reclamar un instante de poder, el colonizado refuerza el estigma con el que se le gobierna. El Estado—colonial y local—responde con decomisos, multas y operativos relámpago. Confisca los buggies, impone tablillas a las motoras, encierra four tracks. Luego surge un artefacto nuevo que reanuda el ciclo.

¿Hay salida? No reside en legalizar la anarquía ni en endurecer penas vacías. Exige reconocer que el rugido denuncia una herida política aún abierta. Mientras persista la sensación de vivir bajo normas dictadas desde lugares y voces externas, siempre habrá quien tome el acelerador como bandera. La respuesta pasa por crear espacios—físicos y cívicos—donde esa energía se canalice sin convertirse en amenaza: pistas off-road, licencias recreativas juveniles, foros genuinos de participación donde la fuerza se traduzca en deliberación y no en chillar goma.

Hasta que se aborde la raíz, los motores seguirán apareciendo con nombres nuevos y decibeles más altos. Y cada arrancada nos recordará que la historia colonial no se archiva; sólo cambia de velocidad.

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