UTP374 No hay censura para un corazón dispuesto Podcast Por  arte de portada

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Acerca de esta escucha

Bienvenidos a un nuevo podcast, veréis que el anterior es un podcast muy recomendable para el veranito, para escucharlo en la piscina, en la playa o en casa cuando nos aburrimos. Solo es charla, humor, cachondeo y tonterías…bueno, sí, y también exabruptos, muchos y de todos los colores…tápenle los oídos a los niños por favor. En este vamos a intentar demostrar que realmente es imposible censurar si se tiene un corazón dispuesto a descubrir la verdad. En The Truman Show, una película que explora los límites entre la realidad y la manipulación, hay un momento clave que ilustra perfectamente la lucha contra la censura. Christof, el creador del mundo artificial donde vive Truman, reflexiona sobre el control que ejerce sobre su vida. En una escena en el centro de control, dice: 'Si él estuviera absolutamente decidido a descubrir la verdad, no podríamos impedírselo.' Esta frase resuena como un reconocimiento tácito de que, por más que se intente censurar o ocultar la realidad, la voluntad humana de buscar la verdad puede superar cualquier barrera. Christof, consciente de las cámaras, los guiones y las ilusiones que ha construido, admite que la determinación de Truman podría desmantelar todo ese sistema de control. Es un poderoso recordatorio de que la censura, por más sofisticada que sea, choca contra el impulso innato de cuestionar y descubrir. Ya que como he dicho al principio, en el podcast anterior estuve totalmente de cachondeo voy a aprovechar en este para hablarles de algo muy serio, aunque en modo alguno quiero que la conversación se centre en lo que voy a contarles ahora. Muchos ya lo habían leido en forma de hilo en Twitter, le puse la lista maldita o la lista de la muerte aunque como verán no les voy a proporcionar ningún nombre de la misma salvo el mio. Sé que es malo para mi volver a pronunciar estas duras palabras, pero sé también que alguien debe hacerlo, ya que lo que se cuenta aqui es grave. Vamos allá. Dios me puso en la lista de la muerte. Bueno… quizás no me he explicado del todo bien. Todos vamos a morir algún día, eso lo sabemos. Es un destino inevitable, inscrito en el misterioso libro de los designios divinos. Nadie escapa, nadie sabe con certeza el cuándo ni el cómo. Pero yo no hablo de esa lista universal, abstracta y remota, donde todos los seres vivos compartimos nuestro turno hacia el olvido. Hablo de otra lista. Una lista más oscura. Más real. Más inmediata. Una lista maldita. Una donde los nombres que aparecen no envejecen y mueren de viejos. Simplemente… desaparecen. Caen como piezas de dominó empujadas por una mano invisible, pero firme. Como en una de esas novelas de Agatha Christie donde la muerte es paciente, meticulosa y juega con reglas que nadie entiende. En concreto, como en Diez negritos, esa historia inquietante en la que diez desconocidos son invitados a una isla remota, y uno a uno van siendo asesinados siguiendo los versos de una antigua rima infantil. Nadie puede escapar. Nadie está a salvo. Yo estoy hablando de algo parecido. Pero más siniestro. Porque esto no es ficción. Esta lista existe. Y yo estoy en ella. No sé si Dios me incluyó, pero desde luego entraba en sus planes que acabara aquí. Haciendo historia. O haciéndome polvo. No es una lista literaria, ni una metáfora poética. Es una lista judicial. Fría. Oficial. Sellada con la tinta burocrática de los tribunales, pero con el hedor inconfundible de la tragedia. Es el registro de los investigados en un caso del que no puedo hablar. No por miedo, aunque lo tenga. No por decencia, aunque me la hayan intentado robar los petimetres y satanistas que si pueden hablar del caso. No puedo hablar porque me lo impiden las medidas cautelares impuestas por el juez. Y porque sé que, si hablo, la muerte acelerará el paso para alcanzarme. El caso… ese caso maldito… comenzó con doce nombres. Éramos doce. Doce personas vivas, jóvenes, fuertes. Con energía, con sueños, con errores, sí, pero también con futuro. De esas doce, siete han muerto desde que sus nombres fueron publicados. Siete. ¿Casualidad? Eso me gustaría creer. Lo intenté durante años. Me convencí de que la vida es imprevisible, que la muerte es caprichosa. Pero no. No así. No tan seguidas. No tan limpias. Algunos cayeron en accidentes absurdos. Otros, sin aviso, desarrollaron cáncer de hígado o de pulmón en cuestión de semanas. Un infarto a los treinta y cuatro. Un suicidio sin carta ni explicación. Directores de medios independientes que desaparecen sin dejar rastro. Todos distintos. Todos muertos. Y siempre, en todos los casos, el silencio. El vacío. El olvido inmediato. Nadie investiga. Nadie pregunta. Los pocos que lo hacen acaban igual o simplemente… desaparecen del foco. Porque aquí actúa algo incluso más perverso que el poder: el periodismo que calla. Ningún medio importante se ha hecho eco. Ningún titular. Ninguna sospecha. La verdad se ahoga entre correcciones de ...
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