
663. Kautaluk (Inuit)
No se pudo agregar al carrito
Add to Cart failed.
Error al Agregar a Lista de Deseos.
Error al eliminar de la lista de deseos.
Error al añadir a tu biblioteca
Error al seguir el podcast
Error al dejar de seguir el podcast
-
Narrado por:
-
De:
Acerca de esta escucha
Hacer click aquí para enviar sus comentarios a este cuento.
Juan David Betancur Fernandez
elnarradororal@gmail.com
Había una vez En un rincón remoto de la costa ártica, donde el hielo se extiende hasta el horizonte y el viento canta canciones antiguas entre los témpanos, una anciana inuit con su nieto, Kautaluk. El muchacho era huérfano: sus padres habían muerto en una tormenta de nieve, y desde entonces, solo el calor del cuerpo de su abuela lo protegía de las noches heladas.
Vivían en un pequeño iglú, construido con esfuerzo y amor, pero sin pieles para abrigarse ni carne para alimentarse. A veces, los vecinos más compasivos les dejaban un trozo de grasa o un poco de pescado seco. Pero la mayoría del tiempo, Kautaluk y su abuela sobrevivían con lo que otros desechaban.
Kautaluk era menudo, de mirada profunda y silenciosa. Algunos lo respetaban por su dignidad, pero muchos lo despreciaban por su debilidad. Los niños lo empujaban, los adultos lo ignoraban. A veces, cuando entraba en un iglú, alguien lo levantaba del suelo tirándole de la nariz, como si fuera un muñeco. El dolor físico era fuerte, pero el desprecio dolía más.
Una noche, tras regresar con el rostro enrojecido por las lágrimas y el frío, Kautaluk se acurrucó junto a su abuela. El silencio era absoluto. Entonces, una luz suave llenó el iglú. Una figura alta, envuelta en pieles de luz, apareció ante él: el Gran Espíritu de la Tierra.
—Kautaluk —dijo con voz como el crujido del hielo—, has soportado el dolor con humildad. Esta noche te doy un regalo: la fuerza de los glaciares, la voluntad del viento. Úsala con sabiduría.
Y desapareció.
Kautaluk no dijo nada. Esa misma noche, salió al exterior. El cielo estaba despejado, las estrellas titilaban como brasas. Caminó hasta donde yacían las piedras más grandes del campamento. Una a una, las levantó con facilidad y las arrojó contra los iglús de quienes lo habían humillado. Luego encontró un tronco gigantesco, arrastrado por el mar, y lo colocó frente a la entrada del iglú de su peor enemigo.
Al amanecer, el poblado despertó en confusión. Nadie podía entender cómo habían llegado allí esas rocas y ese árbol. “¡Ningún ser humano podría haber hecho esto!”, murmuraban.
Kautaluk solo observaba, en silencio.
Días después, el Gran Espíritu volvió a visitarlo en sueños:
—Pronto vendrá una osa blanca con sus dos crías. Sus pieles os darán calor.
Y así fue. Una mañana, una osa y sus cachorros fueron avistados en el hielo. Los cazadores corrieron con sus lanzas. Kautaluk, con las botas de su abuela, los siguió. Pronto los adelantó. Los hombres se burlaban:
—“¡Ese pobre huérfano! ¡Lo van a devorar!”
Pero Kautaluk no se detuvo. Con una fuerza sobrehumana, agarró a los osos por las patas y los golpeó contra el hielo. Murieron al instante. Los cargó sobre sus hombros y los llevó al iglú de su abuela. Los cazadores, atónitos, lo siguieron.
—Aquí hay comida para todos —dijo Kautaluk—, pero primero quitad las pieles. Mi abuela y yo haremos sacos de dormir.
Los hombres obedecieron sin rechistar. Luego, Kautaluk repartió la carne entre todos. Por primera vez, fue invitado a cada iglú. Le ofrecieron los mejores trozos, pero él, con humildad, pidió solo los más duros, los que siempre había comido.
Con el tiempo, Kautaluk deseó formar su propio hogar. Se enamoró de la hija de su peor perseguidor. Para asegurarse de que nadie volviera a humillarlo, hizo una última demostración de poder: colocó árboles gigantes contra los iglús de todos los que lo habían maltratado. Si se movían, serían aplastados.
El miedo se apoderó del poblado. Pero Kautaluk, con calma, retiró los árboles uno por uno.
—No quiero venganza —dijo—. Solo justicia.
A los