La Santa Muerte: con Ofelia Audiolibro Por Martha Whittington arte de portada

La Santa Muerte: con Ofelia

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La Santa Muerte: con Ofelia

De: Martha Whittington
Narrado por: Virtual Voice
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Este título utiliza narración de voz virtual

Voz Virtual es una narración generada por computadora para audiolibros..

Acerca de esta escucha

Fragmento de la obra:

Sin avisar ni decir ‘agua va,’ Rosa y Pascual salieron al patio… con el cadáver de Ignacio a rastras, en un día especialmente lluvioso.

La impresión fue tan grande para el árbol de aguacate, que habiendo llevado ya una vida tan difícil, decidió morir de la tristeza.

Todo era aguantable, todo.

Menos no tener a Ignacio en su vida.

No valía la pena ya vivir; no quería ya vivir.

No quería que nadie más comiera sus aguacates.

Y decidió aguantar la respiración hasta que sus tristes raíces murieran… lo cual le tomó tres días.

La higuera estaba igual de asustada e impresionada… horrorizada, y al ver a su gran amigo de toda la vida aguantar la respiración, ella también decidió morir.

Pero Pascual y Rosa estacionaron el cuerpo de Ignacio justamente a sus pies, o más bien, a sus raíces.

Quedó algo confundida y consternada la higuera al no entender por qué lo habían dejado ahí, pero el gesto la enterneció tremendamente y decidió que no era momento de morir; sino momento de proteger a Ignacio de las inclemencias del tiempo.
Decidió arroparlo con su follaje y abrazarlo con sus raíces.

Lo primero era anclarlo a la tierra para que Ignacio ya no se fuera más, en uno de esos viajes que últimamente venían durando casi años completos.

Y la higuera movió sus raíces hacia el cuerpo de Ignacio.

Pascual y Rosa estaban hincados a su lado, rezando y siendo regados por agua de lluvia, así que no se dieron cuenta cuando la higuera clavó todas sus raíces viejas en la espalda de Ignacio.

Durante los siguientes días la higuera bebió sangre coagulada, se alimentó de órganos en descomposición y todavía quería más, por lo que raíces nuevas brotaron de las viejas y se encaminaron a continuar pinchando inmisericordemente el cuerpo de Ignacio, para anclarlo a su nuevo domicilio.

Poco a poco también fue la higuera despojando a Ignacio de su piel tatuada -como quien quita un calcetín, dejando un pie desnudo.

Y ahí duró un año entero ese cuerpo sin vida, sin moverse.

La higuera lo devoró todo en silencio, con paciencia, gozo y dichas inigualables. No antes vistas ni sentidas por ninguna otra higuera.

Esta higuera de barrio humilde protegió a Ignacio con su bella cabellera de hojas verdes durante los días de lluvia, envió aire a su cuerpo para que no se acalorara mucho ahí dentro, durante los días de verano.

Y ese fue el primer y único invierno que no mudó hojas; ignorando su reloj de las estaciones.

Proteger y cuidar de Ignacio era vital, y lo más importante.

Ese año tampoco dió frutos por temor a que bastara una mordida para que la sangre de Ignacio brotara de uno de sus higos, descubriendo su feliz secreto de planta carnívora.

Y a la par que la higuera proveía nidos para las aves, regalaba hojas a hambrientos gusanitos regordetes, decidió ser el algodoncito en donde Ignacio descansara, con una poca de suerte y de su cuerpo también saldrían raíces e Ignacio reverdecería.
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